Cada taquilla del vestuario es una celda; cada celda un número carcelario, cinco lumbreras como el cinco de dados y una sombra cautiva; cada sombra una región de la esperanza con su enemigo y señor.
Todas las tardes de seis a nueve se desplegan las sombras. Los chicos del boxeo, olvidado el tajo, llegan al gimnasio; se desnudan y se visten; se quitan las ropas menestrales y se ponen los jirones de entrenamiento. Después se ajustan las sombras: primero como unas monstruosas espuelas silentes que arrastran por el suelo, al fin como una proyección del enemigo, escurridizo y diabólico. Obedecen al gran cómitre:
– Ring de sombras… Hacer sombra… Bailar sombra…
Quince muchachos persiguen a las sombras, que se encogen, se alargan, esquivan, retroceden, avanzan. Las sombras son acorraladas contra las paredes, huyen por el friso, se defienden. A veces desaparecen bajo las plantas de los pies evaporadas por el foco central; a veces se confunden, se ayuntan fugazmente; a veces escapan al rincón asilo, donde la basura y la desidia.
Las sombras de los boxeadores son sombras de callejón sin salida, de cuento infantil que da miedo, de desván con objetos viejos y amputados a los que guardan en duermevela, de parque solitario al atardecer; grotescas sombras devoradoras de pájaros.
– Basta de sombras.
Las sombras desaparecen, se difuminan, se suman a sus enemigos y señores.
– Tiempo… Al saco… Al puching… Hacer guantes… Comba… Ejercicios respiratorios… Flexiones…
Cuando todo termina vuelven a sus celdas dobladas o hechas un rebujón, con los jirones sudados del entrenamiento, con las guantillas y las vendas y las alpargatas…
Para un solo boxeador, para el que ha perdido su sombra, para el que ha sido más duro con su sombra, dicta el cómitre su orden, el poeta sus versos:
– Ring de viento.
Acaso sea el único que no sufra la venganza de las sombras, el día, ese día, en que las sombras toman su revancha para siempre.