La soledad del boxeador

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Nadie sabe mejor que un boxeador qué es la soledad. Solo al fin, único escudo de vida contra la topadora que amenaza con hacerlo papilla, quién puede decirle cómo es la noche a la hora de contar parientes ausentes, amigos esquivos, mujeres de humo o cronistas policiales devenidos en pontífices del humanismo.

No es necesario el témpano de un quirófano para hincarle las uñas a la soledad. El boxeador siempre responde al timbre cuando el banquito se esfuma, y ningún paracaidista con o sin micrófono podrá explicarle los sonidos del silencio, esos que él procesa en su interior como un líquido sin gusto mientras piensa en salvar el pellejo, ganar si puede, y conformar a los responsables del ruido, tan cómodos en la tribuna y tan lejos, tan inmensamente lejos de la soledad a secas que habita dentro del ring, a años luz de las butacas de primera fila.

Boxear tiene poco que ver con herir y mucho con ser herido, una de las formas más primitivas de comprobar que estamos vivos, que somos humanos, que se puede elegir el camino del sacrificio extremo, a veces cerca del delirio o de la ofrenda definitiva, a veces – las menos – golpeando las puertas de la gloria.

A pocos les interesa si un boxeador está fuera de peligro o si se repone para seguir luchando contra la pobreza y la marginación. A muchos les gustaría que lo enterrasen mojado con las lágrimas de diez mil cocodrilos con sangre de pato. Pero él ya pasó por ese trance. Porque sabe cómo es eso de sentirse solo.

Fotografía: Montse Castillo / Texto: Enrique Martín